y en cada condición acrisoló sus montes,
sus ríos, sus cavernas de frutos silenciosos,
sus joyas de rocío que amamantan a la abeja,
sus prados cual mantel en el festín de la existencia.
Y el hombre, sólo el hombre, se coronó en su altura,
la poseyó de noche, acarició sus costas,
recogió con sus manos la pulpa de sus bosques,
el frío mineral, la verdura luminosa
y el sempiterno viento de playas y desiertos.
La abandonó, se dice, la dejó por ciudades
que en ebria fantasía no pudieron imitarla,
con torres de cristal heladas como peces
y como tal inmutables, tristes, silenciosas.
Se desprendió del pan sin ver la arquitectura
que del trigo enseñaba su paz al campesino,
se hizo doctor, gerente en las mareas,
obispo de las rosas, ministro en los ocasos
y se vendió, compró, llenó contratos con la luna,
le puso horario al sol y al cielo de las lluvias.
Su amor no resultó, no era la tierra
la novia taciturna, la mujer sin boca,
y una explosión se alzó, tifones, terremotos
y aludes en la selva aplastando al pobre hermano.
También contaminó la mesa en que comía,
dejó sin flor el bosque, defecó en las piedras
y no dejó a sus hijos más que el sueño de salvarla.
El hombre aquel murió, la tierra casi muere,
viuda, solitaria, estremecida en los dolores
de cataclismos para los que no tuvo jamás remedio
y atropellada entonces por el bastión de los sin alma.
Con ella quedan ya sólo rincones de agua pura,
gavillas de esperanza que el heredero ya conoce,
nos llama, nos llamamos a construir desde la ruina,
a dejar para los árboles un corazón menos reseco
y un mundo con fervor que reconoce sus errores.
La tierra no es del hombre, el hombre es de la tierra,
y nosotros cantaremos cuando regresen a su abrazo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario